Acababa de dejar mi coche en el aparcamiento de San Agustín, cuando me encaminé con cierta prisa hacia Correos. Un amigo me esperaba allí para tomar café. Decidí no demorarme mucho y recortar atravesando la Catedral. Caminé rodeándola a través de la calle de la Cárcel, a la vez que esquivaba los populares tenderetes de venta de plantas medicinales. En ellos, se podía leer con facilidad los nombres de algunas plantas sanadoras: anís “estrellao”, manzanilla para los dolores abdominales, yo no sé cuanto para la diarrea y algo para las varices. Siempre que camino por estas calles, desde hace unos meses, recuerdo al protagonista de mi novela: “El mercader que viajó a china”. Supongo que se deberá a la descripción tan detallada que realizo sobre la Granada del siglo XII.
Avancé unos metros más, con cierto cuidado para no pisar a una señora que pedía en medio de la acera y desemboqué en la plaza de las Pasiegas. En ella encontré el material para esta editorial. “ Dios–pensé-, que maravilla de espectáculo”. Y no lo decía por que hubiese un entramado para teatro o función musical. No, eso no me habría llamado la atención. El interés me lo despertó algo totalmente usual y cotidiano: las personas. Las había de todas las razas y nacionalidades. Estaban los conocidos “guiris” o como se diga y muchos japoneses, todos ellos contrastando enormemente con el escenario y con “ algunos granadinos que por allí andaban”.
Nada más bajar las escalerillas de la plaza, que convergen a Bibarrambla me encontré con Manolico, un conocido personaje que antaño enseñaba el “pito” por un euro al primero que le diera una limosna. Ahora, creo que ya no lo enseña, se ha vuelto más europeo y le agrada ser fotografiado por bellas rubias que en cuclillas hacen instantáneas con sus cámaras digitales ante la fachada de la Catedral, enseñando a la vez, involuntariamente, sus prendas más íntimas.
Ya dejando las Pasiegas atrás pude observar, pegados a los escaparates de las tiendas, a un grupo de japoneses grabando con sus videocámaras. Lo hacían al unísono, como si hubiesen recibido idéntico cursillo por correspondencia. Movían a la par los zooms de sus aparatos con una gran maestría y aunque apenas hablaban, cuando lo hacían no se les escuchaba. Repentinamente un grito exorbitante los sobresaltó y yo que pasaba junto a ellos, estuve a punto de perder el equilibrio y caer por el agujero de una alcantarilla. Se trataba de una vendedora ambulante de higos chumbos, que al grito de: “ ¡Vendo higos chumbos pelados y sin pelar!”, intentaba atraer a la clientela.
Una vez en la plaza de Bibarrambla aceleré el paso, ya llegaba tarde. Olvidé a los japoneses y sus cámaras y a los guiris y sus fotografías. Había que pensar en el trabajo y en el café que me aguardaba, aunque mientras lo intentaba otros visitantes se cruzaron en mi camino. Éstos tenían un aire más culto y además parecían recién casados. El marido o lo que fuera, vestía elegantemente con una camiseta de tirantes blanca y calada, pantalones de tenis tipo Rafa Nadal y calcetines blancos estilo Real Madrid de fútbol. Toda una joya que se adornaba los pies con unas excelentes sandalias al más puro estilo carmelita calzado. Su acompañante, en cambio, era otra cosa. Despampanante a primera vista, gracias a los “blue jeans” cortados de un modo imaginativo a la altura de los glúteos y a la camiseta ceñida que insinuaba unas formas excelentes. Quizá el único punto decepcionante, por lo menos para mí, eran los zapatos de tacón dorados que le impedían caminar cómodamente y que en cambio de hacían parecer que tenía una fuertes hemorroides.
Bueno, esa era la Granada que me encontré la otra mañana y que me hizo reflexionar sobre el turismo, los granadinos y un servidor. Todo un conjunto de culturas de las que yo personalmente me siento solidario, aunque no identificado.
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