El ser humano desde tiempos prehistóricos ha combatido, de modo general, por no encontrarse en soledad. Desde el inicio de los tiempos, la mayor afrenta con que se podía castigar a un hombre era con el destierro o la incomunicación, que solían ir de la mano con una sensación de soledad. El homo sapiens, desde que tuvo la fortuna de estar mentalmente un paso por delante en relación del resto de los seres vivos, ha detestado la soledad. Siempre ha sido un animal social, caracterizado por vivir en colectividad; gracias a ello, ha evolucionado infinitamente más que el resto de los seres vivos que conforman el planeta Tierra.
Pero esta singularidad de nuestra raza no se da en la totalidad de los individuos, existe un porcentaje mínimo de seres humanos que se hallan realizados en soledad. Las causas, por la que llegan a esta realidad, supongo que serán heterogéneas, y no está en mi ánimo averiguarlas. Pero sí deseo exponer una en concreto. La mía.
No siempre fui un ser solitario, de hecho y a pesar de opiniones ajenas no me considero solitario. Mi mundo interior en “soledad” está plenamente acondicionado para no sentirme solo. Yo vivo con una riqueza de pensamiento que me transporta a lugares inimaginables para cualquier ser humano. En mi soledad vivo infinitas vidas, que con certeza no podrán igualarlas otros que siempre están en contacto directo con multitud de personas o recorriendo el mundo de modo superfluo.
Mi mundo solitario está pletórico de vivencias que me llegan a través de la cultura, especialmente de los libros. Cada vez que me imbuyo entre las páginas de un libro, comienzo una experiencia sin igual, que me hace conocer lugares totalmente desconocidos, personalidades imposibles y universos inverosímiles. Para llegar a este estado, he tenido que franquear multitud de fronteras mentales y anímicas en un principio.
Pero no siempre fui así, hubo una etapa en mi niñez en que era extrovertido, cordial y sociable. Tanto lo era, que proyectaba malos entendidos hacia los demás, catalogándome de superfluo y consentido. Aunque la realidad era otra. Estar tan rodeado de gente no me proporcionaba compañía sino una profunda soledad; fue ese el instante en que decidí cambiar. Ya no me interesaban los juegos con los demás niños, ni acompañar a los mayores en sus relaciones sociales, yo me encontraba bien cuando dejaba a mi imaginación volar. Y lo hacía cabalgando soñadoramente por campos vislumbrados en mi cerebro. Era entonces, cuando estaba totalmente acompañado, ya no necesitaba a las personas, me bastaba con esa voz interior que tú percibes y de la que hablas en tu artículo.
Poco a poco este modo de existencia se fue perfeccionando con la lectura y el contacto con la Naturaleza, haciéndome una persona feliz. Los seres que poseemos esta capacidad de aislamiento, no tenemos la necesidad de hablar, ni relacionarnos con personas extrovertidas; somos felices con el don de la soledad y estamos satisfechos de vivir en silencio, percibiendo a través de nuestros sentidos y del raciocinio de infinidad de sensaciones, que para otros seres humanos son imposibles.
Sensaciones que, a los ojos de muchos, son insignificantes, pero que proporcionan la felicidad, que debe ser el mayor deleite que inquirimos en nuestro corto paso por la vida.
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